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EDITORIAL

“La Educatón”, más allá de la solidaridad.

Durante los primeros días de ésta semana, lunes y martes, un grupo de personas encabezadas por el Alcalde de la Ciudad del Sol se desplazó por las instituciones educativas del municipio, comenzando por aquellas que están ubicadas en los sectores rurales, para hacer la entrega, a cada uno de los niños y niñas más pobres del municipio, de una sudadera y, en algunos casos, de un par de zapatos tenis, a fin de dotarles de su uniforme para educación física y la práctica de los deportes.

Todo podría describirse como un gesto de solidaridad de algunos sectores empresariales y sociales de la ciudad para con estos niños pertenecientes a familias con limitaciones económicas sentidas, la mayoría de ellos de extracción campesina. Es decir, un gesto bonito de esos que tranquilizan el alma y sosiegan el espíritu de las personas de bien, de los seres comunes y corrientes y, en algunos casos, hasta su consciencia.

Pero en realidad, desde esa realidad que palmamos nosotros, fue mucho más que eso. Es que ver a decenas de niños que empujados por la estrechez económica de sus familias, por la falta de empleo de sus padres, por el bajo reconocimiento a su labor y muchas veces marcada por la falta de oportunidades, es otra cosa.

Son grupos de niños que, más allá de sus problemas alimentarios, que los deben tener y agudos, van vestidos muy humildemente y forman generalmente a un lado de los compañeros que portan su uniforme; es decir, los que han contado con la suerte y la posibilidad de que sus padres puedan darles un uniforme conforme a la decisión de los consejos directivos de los planteles. Esa una diferencia que se marca a simple vista: observar a ocho, diez o doce niños, no importa el número, a un lado de sus compañeros, vestidos de mil colores, impacta. Sus ropas limpias pero raídas, con el paso del tiempo marcadas en ellas, con uno que otro remiendo que refleja la preocupación de sus madres por disimular lo inocultable, en algunos casos una o dos tallas más grandes o más pequeñas, genera un verdadero impacto y abre a los ojos un panorama social que quizá no hemos podido ver porque talvez no hemos tenido la oportunidad o, sencillamente, porque lo hemos querido desconocer.

Detenerse un poco en ese cuadro golpea la vista y duele en el alma. Son niños que reflejan el efecto de la situación de sus familias en sus rostros. La diferencia se marca en ellos inclementemente y si bien no hay reflejos de rencor, si lo hay de dolor ante la diferencia. No cabe duda que esa inequidad que se marca a partir nada más de la forma como se visten ya genera afectación espiritual en los niños y, por qué no decirlo, afectación psicológica también. Se les ve más tímidos, como retraídos, como tratando de ocultar sus ropas raídas y descoloridas por el uso, fuera de contexto con relación a sus compañeros. Quizá, más que vergüenza, les duele que se marque a la vista de toda la comunidad su injusta situación, la absurda limitación económica de los padres. Es algo que golpea la vista, pero que duele en el alma, precisamente por lo injusto.

Es por ello que, más allá de narrar la actividad como una acción social o un gesto de solidaridad, casi folclóricamente, bien vale la pena destacar que es algo mucho más profundo y serio. Es que cuando los chicos reciben su sudadera de manos de los miembros de ese grupo de personas que va de colegio en colegio y las visten, su rostro se ilumina, a sus ojos aflora un extraño brillo que antes no aparecía y hasta se atreven a incrustarse en las filas que antes les parecían vedadas, junto a sus compañeros, para formar entre los uniformados. Es para ellos como un honor, pero también como una liberación. Quizá la liberación del dolor de no tener lo más elemental, lo fundamental o quizá la liberación del estigma que marca sus vidas: “ser de los que no tienen con que…”

Así pudimos ver y entender el resultado de esa actividad llamada Educatón, que más que un acto de solidaridad, más allá de cualquier interpretación acomodada, mezquina o politiquera, se convierte en realidad en un gesto de humanidad, de verdadero y profundo sentido social que bien merecería el compromiso de todo el empresariado, pero también de toda la ciudadanía para consolidarlo, para que no dependa de la presencia y la gestión de esa persona o esas dos personas -el alcalde y su esposa- que lo han hecho posible antes y ahora, sino que se convierta en una meta de la sociedad sogamoseña.
Quizá si estos niños comienzan a vivir en medio de una sociedad más justa, una sociedad que no tenga la capacidad de dar la espalda a su dolor y a sus necesidades marcadas, podrán levantarse con mayor facilidad y superar posibles rencores sociales; claro, creyendo en los demás, sintiendo que ellos también forman parte de eso que llaman comunidad.

Entonces, estaremos superando problemas “socialmente superables” que no deben afectar a niños inocentes por el sólo hecho de haber llegado a la vida dentro del vientre de una mujer humilde, situación que absurdamente parece marcarlos y que llega a cerrar puertas a sus oportunidades de futuro. Nada más injusto, nada más antisocial.

Quizás es tiempo para que las empresas que, de labios para afuera, tanto hablan de responsabilidad social, comiencen a dar alguna muestra real y decente de ella; pero también que las familias con alguna posibilidad, las que tienen más y los que tenemos menos, nos organicemos y comencemos por identificar – ordenadamente, claro- uno a uno los niños que padecen mas limitaciones, para que con alguna ayuda económica y un poco afectiva, les tendamos una mano en medio de tanta orfandad social como la que se respira ahora.

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